Durante años medimos el envejecimiento cutáneo con la edad cronológica y signos visibles como las arrugas, la textura y las manchas. Hoy, los relojes biológicos añaden una capa objetiva: estiman la edad biológica de la piel a partir de marcas moleculares —sobre todo metilación del ADN (epigenética) y, en algunos casos, perfiles de miRNA— que cambian de forma predecible con el tiempo y con la exposición a factores como radiación UV, polución o inflamación. En la práctica, esto permite distinguir cómo de “rápido” o “lento” está envejeciendo una piel más allá del número de años.
Ya hay relojes epigenéticos diseñados para piel que relacionan patrones de metilación con fenotipos cutáneos como grado de arruga o “edad facial” percibida, y que se han validado en conjuntos de datos independientes. También emergen relojes basados en miRNA para clasificar o predecir edad biológica de piel. Aunque es un campo en evolución, el mensaje clave es que la piel tiene su propio reloj y puede envejecer a ritmos distintos al resto del organismo.
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